12.05.2010

1.



Las primeras luces del día asomaban por el horizonte. Estaba despertando de mi sueño cuando noté algo apoyado en mi hombro; era Alex que dormía placidamente. No podía moverme, Alex pesaba demasiado para mí, y no quería despertarle, estaba muy cansado después del largo viaje desde California hasta Londres. Aún así podía mirar por la ventana. El cielo se iba iluminando poco a poco, dejando a tras los últimos rastros de oscuridad. Mi hermano empezó a abrir los ojos y el chofer se dio cuenta que ya habíamos despertado. Nuestro conductor era un hombre de unos cuarenta años, moreno y con el pelo un tanto canoso. Tenía unos ojos muy bonitos, verdes y aparentaba ser simpático. Hasta ahora se había portado muy bien con nosotros. Su nombre era David, y era el cochero oficial del internado St. Gaifen, uno de los más prestigiosos colegios de toda Europa.

Mi hermano pasaba todo el verano en casa. Él llevaba en el internado dos años. Mi padre, después de enterarse de que Alex, a sus dieciséis años, mantenía una relación con su profesora de matemáticas, decidió llevarle a un internado donde le educaran de la forma que debería de haberle educado él y mi madre. Pero debido a su “estresante” trabajo, que consistía en pasar el rato con su secretaría y amante, no tenía el suficiente tiempo. Y mi madre era otro caso aparte… Ella sabía de las infidelidades de mi padre, se las conocía de memoria, pero le daba igual. Mientras él cumpliera llevándole su sueldo a casa y pudiendo irse a sus spas, no tenía ningún problema. Quizá por eso me habían traído también a mí al internado. Su divorcio era inminente, y era más fácil para ellos librarse de sus hijos que empezar con juicios a ver quién no se queda con los críos. Porque mis padres no lucharían por quedarse con nosotros.

Mi cabeza se me volvió a ir en la cantidad de problemas en mi casa. Una buena familia, prestigiosa y adinerada no siempre es perfecta. La mía no era nada perfecta. Casi nunca veía a mis padres, y desde que mi hermano se fue al internado, tampoco compartíamos mucho tiempo que digamos. Así que nunca había sido muy sociable. Todos los que se consideraban mis amigos no eran otra cosa que estúpidos conocidos que nada sabían de mi vida. Los chicos con los que había salido y con los que me había liado, no más que un puñado de idiotas, mero entretenimiento.

Y ahora a empezar todo de nuevo… Lancé un suspiro, acomodando a Alex para que estuviera cómodo. Y sonreí mientras escuchaba su lenta respiración, tranquila. Él era la única persona que me importaba realmente. Por eso no me impuse en absoluto cuando me dijeron que me iban a llevar con él. Alex me había educado mejor que cualquiera de mis padres, hasta que se lo llevaron.

Le acaricié el pelo lentamente, apartándoselo de la cara. Alex era un chico atractivo, más que guapo. Moreno, esbelto, con unos ojos azules oscuros penetrantes, era la envidia de cualquier tipo. Y sus novias las de cualquier chica.

Circulábamos a una velocidad lenta. Para ser un internado muy pijo el coche que nos llevaba era de lo más normalito. Y para colmo, la carretera estaba llena de baches, perdida en medio de la nada, a las afueras de Londres. De pronto todo el horizonte se volvió negro, y el conductor hizo una rápida maniobra. El tiempo se paró, mientras el coche iba dando lentos tumbos, como si fuera a caer por algún precipicio. Todo se volvía más negro cada vez, y ni Alex ni el conductor parecían darse cuenta.

Y entonces el coche calló.

No se donde, ni de qué forma, pero todo pasó rápido. Chillé. Sacudí a Alex, mientras varias palabras mal sonantes salían de mi boca. La gravedad se estaba perdiendo y Alex no se despertaba. El conductor seguía intentando poner arreglo a la situación con una tranquilidad alarmante.

Y todo volvió a la normalidad. Tan rápido como había venido, se fue.

Volví a sacudir a Alex, sin saber qué decir, mirando a mi alrededor, confusa. Estábamos en el mismo lugar que antes. El mismo paisaje, el mismo ambiente, la misma situación en medio de ningún sitio.

-¿Qué pasa? –dijo mi hermano despertándose lentamente y alzando la cabeza de mi hombro.

-No se, primero todo fue negro, y después… -mis ojos miraban a ninguna parte. Estaba tan perdida… que ya no sabía ni donde estaba.

-Ey, ey, Rachel, ¿qué te pasa? Estás como ida. ¿Qué ha pasado? –Alex estaba preocupado, se le notaba en la cara.

-No… no se… -balbuceé.

-Señorita, -de pronto, la voz del conductor me pareció que tenía un tono raro, un tono de advertencia. –Estaba durmiendo, ¿no se acuerda? Y se acaba de despertar, diciendo esas cosas… Quizá todo fue un sueño, ¿no cree?

Y sí, entonces lo recordé todo. Me vi a mí misma soñando con la oscuridad, y con la caída del coche. Todo había sido un maldito sueño.

-Claro, claro, que tonta que he sido… -miré a mi hermano. –Alex, estaba muy confusa, y…

-Da igual, tonta. Anda, duerme otro poco, hasta que lleguemos, ¿vale?

* * * * *

El St. Gaifen era un edificio peculiar, parecía perdido en el tiempo, como si no perteneciera a la época actual. Más tarde Alex me explicó que era porque tenía muchos años de antigüedad, y que era normal que no supiera ubicarlo en el tiempo. Nadie sabe exactamente cuando fue construido, aunque su fachada, toda cubierta de piedra, se mantenía muy bien. Tenía tres plantas y varias torres, y detrás del edificio había un lago muy extenso, que según me dijo mi hermano, conectaba con el río Támesis, sin saber muy bien de que forma. El río se perdía en un punto no muy lejos del Támesis, por lo que se suponía que era un afluente del río, aunque no se sabía a ciencia cierta. Se suponía que el trayecto desconocido se hacía bajo tierra, aunque nadie se había molestado en estudiarlo.

La voz del cochero, que de pronto se me había olvidado su nombre, me sacó de mis pensamientos.

-Esperen aquí, señores. Voy a avisar al señor Deblash. –dijo el cochero y se fue hacia dentro.

-¿Quién es el señor Deblash? –le pregunté a mi hermano.

-Bah, un idiota. Es el director de aquí, y es un verdadero capullo. Ahora tendrás el placer de conocerle. Ya verás como te cae bien y todo.

-No todos somos tan exigentes con las personas, Alex. –le dije a mi hermano mofándome de él. Había oída hablar del director cuando Alex venía a casa para pasar las vacaciones. Por lo que él decía, se tenían un odio mutuo. Él era una de las razones por las que habías venido a instalarnos en el internado tan pronto, cuando quedaba todavía casi un mes para que empezaran las clases y la mayoría de los alumnos todavía tenían vacaciones. Alex era uno de esos “alumnos problemáticos” que tenían que ir antes, como castigo. Y como yo era nueva en esto, pues se había considerado oportuno que llegara yo también un poco antes, para acostumbrarme.

-Buenos días, señor y señorita Stuart. –dijo el que debía ser el señor Deblash, mientras salía de la enorme puerta principal, vestido con un traje negro y una corbata roja. Tenía rasgos que indicaban que no era inglés, sino más bien algo por definir. Había viajado mucho, y había contemplado muchos rostros diferentes, chinos, españoles, portugueses, italianos, franceses, y claro, ingleses, pero jamás había visto a alguien como él.

Era realmente atractivo. Tenía los ojos negros como el carbón y un pelo tan negro, que a veces parecía desprender algún reflejo azulado. Era alto, y por la expresión y las arrugas de su cara, tenía algo más de cuarenta años.

-Señor Deblash, -saludó mi hermano forzando una sonrisa, intentando ocultar lo mal que le caía el director en cuestión.

-Señorita Stuart, estaba deseando conocerla. –el director ignoró totalmente a mi hermano, dirigiendo su mirada hacia mí, sin importarle si quiera el intento de agrado de Alex. –Mi nombre es Julio Deblash, y soy el director del que será a partir de ahora su hogar. Me han llegado bastantes buenas referencias acerca de usted desde su antiguo instituto. –Fue entonces cuando Julio Deblash se giró a mi hermano, y le miró como quien mira a algún objeto, sin apenas expresión en la cara. –Y otras no tan buenas, ¿verdad, Alex?

-Si se refiere a mí, ella no es como yo. –mi hermano sonrió irónicamente, retándole con la mirada.

-No me refería a eso, -entonces volvió a mirarme. -¿Usted sabe a lo que me refiero, Rachel? –Tampoco había expresión en su cara cuando me miraba a mí, y a pesar del tono frío con el que me hablaba, no me dio ningún miedo.

-Bueno, si se refiere a mis notas, usted mismo habrá podido juzgar. Si se refiere a comportamiento, he tenido mis más, y mis menos. Y si se refiere a chicos…

-¿Ves, como sí que me entendió? –Julio se río, cruelmente. –Chicos, alcohol, sexo, y… ¿drogas, señorita Rachel?

-¿Pero qué me está contando? Sí, he bebido, sí, he salido con chicos, pero lo demás, es mentira.

-Entonces, ¿por qué está aquí, si se puede saber? –tanto mi hermano como el hombre que se acababa de convertir en mi enemigo, me miraban fijamente. En cierto modo tenía razón. Siempre que mis padres me habían propuesto venir a este lugar me había negado en rotundo. Hasta el año pasado. Pero eso era algo que a este señor no le incumbía. Mis motivos, eran míos. Así que guardé silencio.

-¿Ve? –volvió a reír, mientras se apartaba ligeramente de la entrada. –Pasen, pasen, le dije a David que dejara sus cosas en sus respectivas habitaciones. Ahora, si son tan amables, les acompañaré a sus dormitorios, respectivamente.

* * * * *

Esa noche dormí bastante mal.

Solamente había siete alumnos más, aparte de mi hermano y yo, y eso hacía que me sintiera incómoda y sola.

Así que sigilosamente, busqué el dormitorio de Alex.

Para mi sorpresa, cuando entré, él todavía no estaba durmiendo, sino que sostenía uno de esos comic que tanto le gustaban a él leer.

Su habitación era igual que la mía. Las dos tenían tres camas, y solamente la suya estaba provista de mantas para poder pasar la noche. Había un gran escritorio, donde cabían tres sillas, y tres armarios, colocados respectivamente al lado de una cama cada uno.

No se sorprendió al verme, es más, actuó tal y como si me hubiera estado esperando.

-¿No puedes dormir? –me preguntó, haciéndome un hueco en su cama.

-Que va… Todo esto es tan raro. –me tapé con su manta, haciéndome un ovillo para no notar el frío. En Londres siempre hace frío.

-Fuiste tú la que decidiste venir aquí, nadie te obligó, enana. –Alex me llamaba así siempre que quería demostrarme su cariño. Él era tan solo un año mayor que yo, aunque había suspendido un curso, por lo que en teoría deberíamos estar en la misma clase.

-Bueno, sí. Ya sabes, la situación en casa era… insostenible. –le constaté yo, hablando todo lo segura de mí misma como podía.

-Sí, eso no cambia. Todos los veranos igual. ¿Sabes qué hay peor que las peleas, los insultos, las riñas? La indiferencia. –Alex parecía triste, así que le abracé lentamente, entendiendo lo que me quería decir. –Papá y mamá… ya no discuten, ya no se insultan… Simplemente, pasan. Es…

-Insoportable. –finalicé yo por él. Alex no estaba acostumbrado a todo los días lo mismo. Él no había sufrido tanto como yo la situación en nuestra casa. Él estaba lejos, claro, y no se daba cuenta, o si lo hacía, no parecía aparentarlo. Y además, él siempre había sido más débil que yo, incluso aunque yo fuera la pequeña. Todavía no había asimilado que ya no había nada que hacer con la relación entre nuestros padres. Y era ahora, mientras yo le abrazaba, intentando consolarle de algo de lo que jamás a mí me consolaron, cuando estaba admitiéndolo todo.

-¿Durmamos, sí? Mañana será un día largo… -él me dio un beso en la frente, sonoro, de los que más me gustaban, y abrazados, como dos niños demasiado mayores para ser inocentes que se habían quedado solos, dormimos.

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